Me veo, en alguna de las desveladas noches en que recupero al orador de la revolución, al representante de la Primera Junta en el ejército del Alto Perú, montando a caballo y largándome sin rumbo, el sol en la cara. (Ocurre en la mañana -¿te lo dije ya?-, y el río yace tenso, inmóvil y violáceo contra el horizonte.) Cansado y joven, hundo la mano en el bolsillo de la chaqueta, y alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura de mi corazón.
(Toco, ahora, ese bulto duro, lustroso y aceitado que reposa en el bolsillo de la chaqueta que visto, junto a papeles arrugados en los que, todavía, se lee SOY CASTELLI y PAPEL PLUMA TINTA.)
Veo, cuando alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura del corazón, el río, inmóvil y tenso y violáceo contra el horizonte, y el sol, quizá, al este del horizonte, y a Moreno, pequeño y enjuto, de pie sobre el piso de ladrillos de su despacho en el Cabildo, la cara lunar, opaca, que no fosforece, bajo el alto techo encalado, que me dice, con esa como exhausta suavidad que destilaba su lengua e impregnaba lo que su lengua no repetiría, vaya y acabe con Liniers. Escuche, Castelli, a Maquiavelo: Quien quiera fundar una República en un país donde existen muchos nobles, sólo podrá hacerlo después de exterminarlos a todos. Extermine a Liniers y a los que se alzaron con Liniers. Extermínelos, Castelli. Veo, la boca de la pistola apoyada contra la carne y los huesos que cubren mi corazón, a Moreno, la cara lunar, opaca, que no fosforece, como si flotase en los girones de sombra que la noche de julio instala en su despacho, y que dice, suave la voz y exhausta: Si vencemos, se hablará, por boca de amigos y enemigos, todo el tiempo que exista el hombre sobre la tierra, de nuestra audacia o de nuestra inhumana astucia. Si nos derrotan, ¿qué importa lo que se diga de nosotros? No estaremos aquí, Castelli, para escucharlos, ni en ningún otro lado que no sea dos metros debajo de donde crece el pastito de Dios.
Sin precipitarme, la luz del sol y de la mañana en mi cara, aprieto el gatillo. El caballo tal vez se sobresale por la detonación -no demasiado, viene de la guerra -, pero, luego, cuando se serene, paseará un cuerpo, caliente aún, que ya no pertenece a nadie, por la ciudad que ese cuerpo amó.
En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el instransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad.
(Andrés Rivera, La Revolución es un sueño eterno, Buenos Aires, Alfaguara, 1999. El resaltado es mío)
(Toco, ahora, ese bulto duro, lustroso y aceitado que reposa en el bolsillo de la chaqueta que visto, junto a papeles arrugados en los que, todavía, se lee SOY CASTELLI y PAPEL PLUMA TINTA.)
Veo, cuando alzo la pistola, lustrosa, aceitada, a la altura del corazón, el río, inmóvil y tenso y violáceo contra el horizonte, y el sol, quizá, al este del horizonte, y a Moreno, pequeño y enjuto, de pie sobre el piso de ladrillos de su despacho en el Cabildo, la cara lunar, opaca, que no fosforece, bajo el alto techo encalado, que me dice, con esa como exhausta suavidad que destilaba su lengua e impregnaba lo que su lengua no repetiría, vaya y acabe con Liniers. Escuche, Castelli, a Maquiavelo: Quien quiera fundar una República en un país donde existen muchos nobles, sólo podrá hacerlo después de exterminarlos a todos. Extermine a Liniers y a los que se alzaron con Liniers. Extermínelos, Castelli. Veo, la boca de la pistola apoyada contra la carne y los huesos que cubren mi corazón, a Moreno, la cara lunar, opaca, que no fosforece, como si flotase en los girones de sombra que la noche de julio instala en su despacho, y que dice, suave la voz y exhausta: Si vencemos, se hablará, por boca de amigos y enemigos, todo el tiempo que exista el hombre sobre la tierra, de nuestra audacia o de nuestra inhumana astucia. Si nos derrotan, ¿qué importa lo que se diga de nosotros? No estaremos aquí, Castelli, para escucharlos, ni en ningún otro lado que no sea dos metros debajo de donde crece el pastito de Dios.
Sin precipitarme, la luz del sol y de la mañana en mi cara, aprieto el gatillo. El caballo tal vez se sobresale por la detonación -no demasiado, viene de la guerra -, pero, luego, cuando se serene, paseará un cuerpo, caliente aún, que ya no pertenece a nadie, por la ciudad que ese cuerpo amó.
En esas desveladas noches de las que te hablo, pienso, también, en el instransferible y perpetuo aprendizaje de los revolucionarios: perder, resistir. Perder, resistir. Y resistir. Y no confundir lo real con la verdad.
(Andrés Rivera, La Revolución es un sueño eterno, Buenos Aires, Alfaguara, 1999. El resaltado es mío)
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